Feria en Glubbdubdrib
Feria del Libro. A pesar de la que está cayendo (o precisamente por eso) los libreros echan el resto. Este fin de semana es importante, pero también lo serán los dos siguientes, de modo que hagan ustedes sus planes, que ya son mayorcitos; en todo caso, y si pasan por Madrid, no dejen de darse una vuelta por el Retiro. La feria se convierte durante tres semanas en un ámbito que recuerda a Glubbdubdrib, aquella isla de hechiceros y espectros que visitó el curioso e intrépido Lemuel Gulliver y en la que se podía invocar (aunque sólo por 24 horas) a los grandes personajes del pasado (no necesariamente ejemplares) para que respondieran a las preguntas que siempre habíamos deseado hacerles. De igual modo que el viajero de Jonathan Swift convoca a Bruto y a César, a Descartes y a Aristóteles, a Homero y a Sócrates, en la feria podemos invocar a los autores que ya no están entre nosotros (y que —ay— no les podrán firmar sus obras) y a los que a veces lo están demasiado (y que se mueren por firmárselas). De modo que acudan con sus ahorrillos (demediados por tanta austeridad ultra ortodoxa) y olvídense por un rato de lo que el sobrado Paul Krugman (cuyas profecías semanales son la mejor publicidad para su libro ¡Acabad ya con esta crisis!, Crítica) ha denominado en alguno de sus deprimentes artículos “apocalipsis en breve” o “pánico bancario lento”. Y eso que, como él, supongo que cuando logremos olvidar el merkelismo rajoyista y volver a las delicias de la inflación controlada, volveremos a crecer (y, eventualmente, a ser felices, al menos hasta la próxima crisis del capitalismo). Mientras tanto, evitemos pensar en el Apocalipsis y gastémonos algo de pasta (tela, lana, plata, guita) en la feria (aprovechando el 10% de descuento). Y no nos olvidemos de las revistas culturales, que —¡ay, ay, ay!— ya no llegan a las bibliotecas públicas, lo que es un error tan lamentable como cutre. La muy ideologizada señora Lizaranzu, que acumula tanto poder en la Administración estatal de la Cultura, debería darle otra vuelta al asunto. Al fin y al cabo querer es poder y esta dama manda muchísimo, créanme. Tanto que, según mis topos en la plaza del Rey, cuando entra no sólo se cuadra la Guardia Civil, sino que “hasta el polvo inmóvil se ha puesto ya de pie”, como (mutatis mutandis) le pasaba a César Vallejo cuando entraba en su “recóndita pieza” del Café de la Regencia.
Podridos
Compruebo que en su edición de Entremeses cervantinos publicada en la remozada serie “odres nuevos” de Castalia, Andrés Amorós ha incluido El hospital de los podridos, a pesar de que estudiosos tan solventes como Eugenio Alonso han refutado con fundados argumentos la atribución de dicha obrita al autor del Quijote. Me alegro, en todo caso, de haber podido releer en versión modernizada ese divertido juguete satírico que pone en escena a un conjunto de pacientes aquejados de una extraña enfermedad que les hace sufrir e irritarse por cualquier cosa que hacen (o logran) los demás y que, aunque no comprendan (o quizás por ello), les pone enfermos, les “pudre”. Los podridos quisieran que la gente se comportara según sus propios deseos: su mirada de jueces es, en el fondo, un gesto ceñudo, la antítesis de la mirada liberal. Por eso se expresan como moralistas, incluso cuando hacen de la confortable equidistancia la forma suprema de la distinción, incapaces de comprender la indignación de quienes se sienten amenazados. Por aquí siempre han abundado los podridos, en la esfera privada y en la pública. Los primeros resultan molestos, pero se les puede combatir con argumentos. Los segundos son más peligrosos porque si se “pudren” demasiado pueden sentirse justificados para utilizar con contundencia el poder que les confiere el Estado, aunque no siempre venga al caso. En cuanto a los Entremeses, la casualidad ha provocado que estos mismos días me topara con la breve reseña que a su traducción polaca dedicó la llorada Wislawa Szymborska, y que se incluye en Más lecturas no obligatorias (Alfabia). Recojo y suscribo su final, en el que resplandece el registro elegantemente irónico de la autora: “Pobre Cervantes. No consiguió en su vida nada más que eternidad”.
Podridos
Compruebo que en su edición de Entremeses cervantinos publicada en la remozada serie “odres nuevos” de Castalia, Andrés Amorós ha incluido El hospital de los podridos, a pesar de que estudiosos tan solventes como Eugenio Alonso han refutado con fundados argumentos la atribución de dicha obrita al autor del Quijote. Me alegro, en todo caso, de haber podido releer en versión modernizada ese divertido juguete satírico que pone en escena a un conjunto de pacientes aquejados de una extraña enfermedad que les hace sufrir e irritarse por cualquier cosa que hacen (o logran) los demás y que, aunque no comprendan (o quizás por ello), les pone enfermos, les “pudre”. Los podridos quisieran que la gente se comportara según sus propios deseos: su mirada de jueces es, en el fondo, un gesto ceñudo, la antítesis de la mirada liberal. Por eso se expresan como moralistas, incluso cuando hacen de la confortable equidistancia la forma suprema de la distinción, incapaces de comprender la indignación de quienes se sienten amenazados. Por aquí siempre han abundado los podridos, en la esfera privada y en la pública. Los primeros resultan molestos, pero se les puede combatir con argumentos. Los segundos son más peligrosos porque si se “pudren” demasiado pueden sentirse justificados para utilizar con contundencia el poder que les confiere el Estado, aunque no siempre venga al caso. En cuanto a los Entremeses, la casualidad ha provocado que estos mismos días me topara con la breve reseña que a su traducción polaca dedicó la llorada Wislawa Szymborska, y que se incluye en Más lecturas no obligatorias (Alfabia). Recojo y suscribo su final, en el que resplandece el registro elegantemente irónico de la autora: “Pobre Cervantes. No consiguió en su vida nada más que eternidad”.
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